/ viernes 8 de febrero de 2019

“Biblioteca de la periferia”

Juan Carlos Quirarte Méndez

Salesiano, sacerdote. Doctor en Antropología Social

“Tengo ganas de gritar”

¿Quién no ha gritado alguna vez? Ruidosa o silenciosamente quizá todos lo hemos hecho. Es un impulso, una energía desbordante que no puede retenerse ante ciertas circunstancias que nos provoca esa reacción.

Creo que pocas veces pensamos sobre esa acción: gritar. O bien, si lo analizamos, suele ser juzgada como un acto negativo, agresivo, contestatario. También pudiéramos pensar en otros gritos: de euforia, de éxtasis, de alzar la propia voz… pero aquí buscamos concentrarnos en un que es reactivo de situaciones que rompen el equilibrio, que hacen incluso sentir angustia. Hoy quisiera compartirles una comprensión del grito desde la periferia, apoyado en un texto de John Holloway que leí hace tiempo.

El grito es una expresión de periferia, es decir: una voz que está situada en un contexto pero que no está satisfecha con ese lugar. Es una expresión del rechazo de un mundo que sentimos equivocado. Así, el grito representa el lugar desde donde estamos, un “desde donde estamos y no queremos estar”, que es desde donde gritamos.

Cuando alguien está en el centro (la no periferia), es como quien se siente un pensador desde un sillón, quien supone que el mundo que lo rodea es estable, y que las manifestaciones eventuales que afectan ese equilibrio han de considerarse anomalías que deben ser explicadas.

Para quien está en la periferia la situación es diversa: es la condición vital en la que se está, pero se siente el rechazo a dicha condición. Antes de ser explicada, es una reacción, una espontánea expresión de que hay una inestabilidad sentida, no sólo percibida.

Así pues, el grito no es la exteriorización de un fatalismo, sino por el contrario, es la expresión de un rechazo de la aceptación, es la manifestación de una resistencia ante un final drástico. No gritamos como quien se enfrenta a una muerte segura, sino que el grito es porque se sueña con una liberación de ese final que parece inminente.

El mundo es un mundo de desequilibrio y lo que se debe explicar es el equilibrio y el supuesto de un equilibrio. El grito, más que ser explicado es atenderlo, ser sensibles de que para alguien no existe estabilidad, es un llamado a la atención, a visibilizarse en un mundo que no quiere ver el desequilibrio.

Aún en los momentos de mayor desesperación rechazamos la aceptación de que tal final feliz sea imposible. Es por lo que, podemos decir que el grito se aferra a la posibilidad de una apertura, a que otro mundo, otra situación, otra realidad es posible. Por eso, el grito conlleva esperanza. Es un grito que implica una tensión entre lo que existe y lo que podría posiblemente existir.

Vivimos en una sociedad injusta, pero deseamos que no lo sea, vivimos en una sociedad que está altamente marcada por condiciones de vulnerabilidad, pero deseamos estar y vivir en espacios seguros y pacíficos. Somos, pero existimos en tensión con aquello que no somos, o que no somos todavía. Por eso el grito es de horror y esperanza, es decir: estupor ante la realidad presente, pero anhelo de una realidad distinta (mejor). El grito implica -por tanto- un entusiasmo angustiado por cambiar el mundo. Es por lo que, me atrevo a decir, es bueno gritar.

Si gritamos no es porque estemos más allá de la naturaleza humana, sino por el contrario, gritamos porque estamos separados de lo que consideramos que es la humanidad. Ciertamente para muchos el grito incomoda, pero es necesario para recordarnos que el mundo tiene aún mucho por cambiar, pues desde la perspectiva de quien grita, ese desequilibrio le está afectando, no sólo lo conoce, sino que lo siente y padece.

El grito tiene dos dimensiones: no es sólo un grito de rabia sino también de esperanza. Es una esperanza activa, una esperanza en movimiento, la esperanza de que podemos cambiar las cosas, es un grito de rechazo activo, un grito que apunta al hacer. No es la protesta pasiva y simplemente de moda, sino que es la acción misma por mantener la esperanza de una liberación de esa condición enajenante.

Si escuchamos un grito, aunque nos aturda los oídos, amerita atender, pues nos recuerda que estamos y están vivos.

Juan Carlos Quirarte Méndez

Salesiano, sacerdote. Doctor en Antropología Social

“Tengo ganas de gritar”

¿Quién no ha gritado alguna vez? Ruidosa o silenciosamente quizá todos lo hemos hecho. Es un impulso, una energía desbordante que no puede retenerse ante ciertas circunstancias que nos provoca esa reacción.

Creo que pocas veces pensamos sobre esa acción: gritar. O bien, si lo analizamos, suele ser juzgada como un acto negativo, agresivo, contestatario. También pudiéramos pensar en otros gritos: de euforia, de éxtasis, de alzar la propia voz… pero aquí buscamos concentrarnos en un que es reactivo de situaciones que rompen el equilibrio, que hacen incluso sentir angustia. Hoy quisiera compartirles una comprensión del grito desde la periferia, apoyado en un texto de John Holloway que leí hace tiempo.

El grito es una expresión de periferia, es decir: una voz que está situada en un contexto pero que no está satisfecha con ese lugar. Es una expresión del rechazo de un mundo que sentimos equivocado. Así, el grito representa el lugar desde donde estamos, un “desde donde estamos y no queremos estar”, que es desde donde gritamos.

Cuando alguien está en el centro (la no periferia), es como quien se siente un pensador desde un sillón, quien supone que el mundo que lo rodea es estable, y que las manifestaciones eventuales que afectan ese equilibrio han de considerarse anomalías que deben ser explicadas.

Para quien está en la periferia la situación es diversa: es la condición vital en la que se está, pero se siente el rechazo a dicha condición. Antes de ser explicada, es una reacción, una espontánea expresión de que hay una inestabilidad sentida, no sólo percibida.

Así pues, el grito no es la exteriorización de un fatalismo, sino por el contrario, es la expresión de un rechazo de la aceptación, es la manifestación de una resistencia ante un final drástico. No gritamos como quien se enfrenta a una muerte segura, sino que el grito es porque se sueña con una liberación de ese final que parece inminente.

El mundo es un mundo de desequilibrio y lo que se debe explicar es el equilibrio y el supuesto de un equilibrio. El grito, más que ser explicado es atenderlo, ser sensibles de que para alguien no existe estabilidad, es un llamado a la atención, a visibilizarse en un mundo que no quiere ver el desequilibrio.

Aún en los momentos de mayor desesperación rechazamos la aceptación de que tal final feliz sea imposible. Es por lo que, podemos decir que el grito se aferra a la posibilidad de una apertura, a que otro mundo, otra situación, otra realidad es posible. Por eso, el grito conlleva esperanza. Es un grito que implica una tensión entre lo que existe y lo que podría posiblemente existir.

Vivimos en una sociedad injusta, pero deseamos que no lo sea, vivimos en una sociedad que está altamente marcada por condiciones de vulnerabilidad, pero deseamos estar y vivir en espacios seguros y pacíficos. Somos, pero existimos en tensión con aquello que no somos, o que no somos todavía. Por eso el grito es de horror y esperanza, es decir: estupor ante la realidad presente, pero anhelo de una realidad distinta (mejor). El grito implica -por tanto- un entusiasmo angustiado por cambiar el mundo. Es por lo que, me atrevo a decir, es bueno gritar.

Si gritamos no es porque estemos más allá de la naturaleza humana, sino por el contrario, gritamos porque estamos separados de lo que consideramos que es la humanidad. Ciertamente para muchos el grito incomoda, pero es necesario para recordarnos que el mundo tiene aún mucho por cambiar, pues desde la perspectiva de quien grita, ese desequilibrio le está afectando, no sólo lo conoce, sino que lo siente y padece.

El grito tiene dos dimensiones: no es sólo un grito de rabia sino también de esperanza. Es una esperanza activa, una esperanza en movimiento, la esperanza de que podemos cambiar las cosas, es un grito de rechazo activo, un grito que apunta al hacer. No es la protesta pasiva y simplemente de moda, sino que es la acción misma por mantener la esperanza de una liberación de esa condición enajenante.

Si escuchamos un grito, aunque nos aturda los oídos, amerita atender, pues nos recuerda que estamos y están vivos.