/ miércoles 10 de abril de 2019

“Biblioteca de la periferia” 



La fuerza de la costumbre




Mucha razón tenía Aristóteles cuando decía que el conocimiento empieza con la capacidad de asombro. Pues quien es capaz de vislumbrarse ante lo que tenga frente a sí, es quien podrá iniciar un proceso de aprehensión de esa realidad, no sólo de padecerla. Algunos hoy en día le llaman a esto, la capacidad del “extrañamiento”.


Si algo se llega a convertir en “parte de nuestro paisaje” donde ya nos “habituamos” a ver, que ya es un elemento cotidiano de nuestra vida, entonces se corre el riesgo de caer en la fuerza de la costumbre, que esa realidad “ya no nos diga nada”, que tal situación deje de ser para nosotros un motivo de asombrarse, de suscitar la pregunta, de provocar la admiración.


Veamos a los niños, éstos, en sus primeras exploraciones por las calles, yendo de la mano de su padre o la madre… cuando observa algo que nunca antes había visto le señala, reclama la atención de su tutor para que, como él, pueda contemplar aquello que le llama poderosamente la atención y no sabe cómo nombrarle porque nunca antes le había visto. Y “el adulto”, aquél que ya tiene la experiencia de la vida, al mirar aquello que señala el infante responde -casi con indiferencia y apagando el asombro de aquél- que es un caballo. Así, un caballo… ya en el ser que ha aprendido de otros, sabe nombrar al animal con el nombre de “caballo”, y entonces al nombrarle, es como tener posesión sobre aquello, es como dominar lo otro porque se es capaz de nombrarle. Y entonces ya no hay asombro sino sólo categoría (animal, mamífero, equino, caballo). Pero para el niño, aquello -indistintamente del nombre que lleve- es un ser que provoca admiración, asombro.


Cierto, eso pasa con tantísimas cosas que uno ve por vez primera… pero existen otras tantas que pueden ser repetidas aparentemente, pero nunca son lo mismo. Pues ni todos los caballos son iguales ni soy yo el mismo ante el mismo caballo que en otra ocasión vi.


En nuestra realidad, hay tantas cosas que al ponerles nombre han perdido para nosotros la capacidad de asombro, y se empiezan a teñir como parte de nuestros paisajes. Y tristemente muchas de esas realidades que nos están interpelando nos dejan de incitar a la reacción, porque las consideramos hasta con resignación. La fuerza de lo cotidiano tiene el grande riesgo de que vivamos las cosas por inercia, y nos lleguemos a conformar con las circunstancias que nos rodean. Y si alguno se asombra y quiere llamar poderosamente nuestra atención para que nos maravillemos por lo mismo que él está sintiendo… somos capaces de súbitamente aplacar su euforia con nuestro poder de nombrar esa realidad, como si el mencionar el hecho nos cambie radicalmente la influencia de aquello sobre nosotros.


Para nosotros, los contextos donde habitamos debiesen ser arenas de múltiples asombros cotidianos donde la realidad nos interpele y provoque una postura ante ellos. No hacernos parte del mismo paisaje sino actores protagónicos, donde no baste la mención de los fenómenos que acontecen sino que sea la interacción lo que los haga moldear hacia un bien común y solidario.


Los últimos lustros en nuestro país, nos hacen creer que dominamos ciertas realidades porque ya les pusimos nombre, pero ya se con-vive tanto con ello que deja muchas de las veces el provocarnos un asombro y, por ende, no-reacción.


Tal es el caso de la multiplicidad de violencias, que pareciese que se configuran como paisajes de nuestros entornos, y hasta nos hemos hecho especialistas en medir sus impactos, en documentar y mostrar estadísticas… pero el hacernos más técnicos en nombrar y elencar ciertas formas de violencias que acechan nuestras comunidades no reduce su impacto. Cuántas veces se sabe que una de las raíces de las que emanan tantas situaciones de vulnerabilidades es la “violencia estructural”, y sin embargo, aunque sea ya un concepto muy estudiado y enunciado, para muchos ya deja de ser impactante y nos hace fríos ante los números de medición.


Ojalá fuésemos una vez más -al menos epistemológicamente- como los niños, para que podamos tener esa capacidad de asombro ante tantas cuestiones que pasan en nuestro alrededor y que debería de provocarnos reacción, de tal modo que no baste la mención sino sobre todo nos involucremos, cada cual desde su posición, para que las cosas que suceden -principalmente las que afectan a la integridad de los seres vivos y el planeta en general- no sigan su curso ante nuestra indiferencia y resignación.


La crisis ambiental, las diversas violencias, las desigualdades sociales, los diversos tipos de segregación y discriminación ante los grupos minoritarios, y otras tantas cosas del cotidiano, no deben pasar a convertirse en fuerza de costumbre, sino en un grito que nos altere y provoque a interrogar, a intentar, a arriesgar… que quizá las cosas pueden ser distintas.



La fuerza de la costumbre




Mucha razón tenía Aristóteles cuando decía que el conocimiento empieza con la capacidad de asombro. Pues quien es capaz de vislumbrarse ante lo que tenga frente a sí, es quien podrá iniciar un proceso de aprehensión de esa realidad, no sólo de padecerla. Algunos hoy en día le llaman a esto, la capacidad del “extrañamiento”.


Si algo se llega a convertir en “parte de nuestro paisaje” donde ya nos “habituamos” a ver, que ya es un elemento cotidiano de nuestra vida, entonces se corre el riesgo de caer en la fuerza de la costumbre, que esa realidad “ya no nos diga nada”, que tal situación deje de ser para nosotros un motivo de asombrarse, de suscitar la pregunta, de provocar la admiración.


Veamos a los niños, éstos, en sus primeras exploraciones por las calles, yendo de la mano de su padre o la madre… cuando observa algo que nunca antes había visto le señala, reclama la atención de su tutor para que, como él, pueda contemplar aquello que le llama poderosamente la atención y no sabe cómo nombrarle porque nunca antes le había visto. Y “el adulto”, aquél que ya tiene la experiencia de la vida, al mirar aquello que señala el infante responde -casi con indiferencia y apagando el asombro de aquél- que es un caballo. Así, un caballo… ya en el ser que ha aprendido de otros, sabe nombrar al animal con el nombre de “caballo”, y entonces al nombrarle, es como tener posesión sobre aquello, es como dominar lo otro porque se es capaz de nombrarle. Y entonces ya no hay asombro sino sólo categoría (animal, mamífero, equino, caballo). Pero para el niño, aquello -indistintamente del nombre que lleve- es un ser que provoca admiración, asombro.


Cierto, eso pasa con tantísimas cosas que uno ve por vez primera… pero existen otras tantas que pueden ser repetidas aparentemente, pero nunca son lo mismo. Pues ni todos los caballos son iguales ni soy yo el mismo ante el mismo caballo que en otra ocasión vi.


En nuestra realidad, hay tantas cosas que al ponerles nombre han perdido para nosotros la capacidad de asombro, y se empiezan a teñir como parte de nuestros paisajes. Y tristemente muchas de esas realidades que nos están interpelando nos dejan de incitar a la reacción, porque las consideramos hasta con resignación. La fuerza de lo cotidiano tiene el grande riesgo de que vivamos las cosas por inercia, y nos lleguemos a conformar con las circunstancias que nos rodean. Y si alguno se asombra y quiere llamar poderosamente nuestra atención para que nos maravillemos por lo mismo que él está sintiendo… somos capaces de súbitamente aplacar su euforia con nuestro poder de nombrar esa realidad, como si el mencionar el hecho nos cambie radicalmente la influencia de aquello sobre nosotros.


Para nosotros, los contextos donde habitamos debiesen ser arenas de múltiples asombros cotidianos donde la realidad nos interpele y provoque una postura ante ellos. No hacernos parte del mismo paisaje sino actores protagónicos, donde no baste la mención de los fenómenos que acontecen sino que sea la interacción lo que los haga moldear hacia un bien común y solidario.


Los últimos lustros en nuestro país, nos hacen creer que dominamos ciertas realidades porque ya les pusimos nombre, pero ya se con-vive tanto con ello que deja muchas de las veces el provocarnos un asombro y, por ende, no-reacción.


Tal es el caso de la multiplicidad de violencias, que pareciese que se configuran como paisajes de nuestros entornos, y hasta nos hemos hecho especialistas en medir sus impactos, en documentar y mostrar estadísticas… pero el hacernos más técnicos en nombrar y elencar ciertas formas de violencias que acechan nuestras comunidades no reduce su impacto. Cuántas veces se sabe que una de las raíces de las que emanan tantas situaciones de vulnerabilidades es la “violencia estructural”, y sin embargo, aunque sea ya un concepto muy estudiado y enunciado, para muchos ya deja de ser impactante y nos hace fríos ante los números de medición.


Ojalá fuésemos una vez más -al menos epistemológicamente- como los niños, para que podamos tener esa capacidad de asombro ante tantas cuestiones que pasan en nuestro alrededor y que debería de provocarnos reacción, de tal modo que no baste la mención sino sobre todo nos involucremos, cada cual desde su posición, para que las cosas que suceden -principalmente las que afectan a la integridad de los seres vivos y el planeta en general- no sigan su curso ante nuestra indiferencia y resignación.


La crisis ambiental, las diversas violencias, las desigualdades sociales, los diversos tipos de segregación y discriminación ante los grupos minoritarios, y otras tantas cosas del cotidiano, no deben pasar a convertirse en fuerza de costumbre, sino en un grito que nos altere y provoque a interrogar, a intentar, a arriesgar… que quizá las cosas pueden ser distintas.