/ martes 30 de junio de 2020

“Biblioteca de la periferia”

Juan Carlos Quirarte Méndez

Salesiano, sacerdote. Doctor en Antropología Social

“El mal no es exclusivo de las periferias”

Por mucho tiempo y por muchos, se ha considerado que los actos malos, la delincuencia y todas aquellas cuestiones que son consideradas maléficas, vienen de seres especialmente dañados (sea desde su nacimiento o bien dañados por su propio entorno donde han crecido y se han formado), como si para hacer el mal -y sobre todo el mal en dimensiones escandalosas, mediáticas- tendría que ser una persona totalmente especial.

Pero la misma historia y la narración de muchas personas que han realizado actos reprochables por la sociedad, que han dañado a otros seres humanos incluso de manera muy cruel y deshumanizante, nos ha hecho ver -con asombro- que al parecer llevaban “vidas normales”.

Ya en otros momentos he compartido en esta misma columna mi descalificación por quienes asocian la pobreza con la violencia de una manera casi automática, igualmente quienes asocian la pobreza con otras varias características negativas: suciedad, agresividad, ignorancia etc. Como si la condición de pobre llevara por automático el pase a toda esa otra serie de características negativas. Ese imaginario social instalado a provocado que se considere como “chivos expiatorios” a muchos que quizá hayan cometido actos delictivos pero que les han cargado en ellos la culpa de muchos otros que, desde espacios y condiciones favorables, nunca son señalados por sus actos, por no entrar en la categoría prejuiciada de vivir en pobreza y en ciertos lugares.

Aquí, hoy más bien quiero compartir sobre esa magnitud del mal en sí misma, que no es tampoco exclusiva de personalidades sumamente excepcionales, sino que puede provenir de un sujeto que también apareciese como uno más entre tantos, alguien que no destaque precisamente por tal o cual genialidad (mal enfocada, ciertamente) como tantas veces nos lo presentan las películas de superhéroes, donde “los malos” suelen ser sujetos muy peculiares y también con mucho protagonismo.

La historia narrada y conocida por nosotros nos ha demostrado que muchas calamidades que ha sufrido la humanidad se desprenden también de personas que llevan aparentemente una vida común, sin excentricismos ni protagonismos arrebatados, que dentro de su cotidianidad van también realizando acciones que son entendidas dentro de nuestra cultura y sociedad como moral y/o judicialmente desaprobadas.

Y no solamente en “otros” es que pueda acontecer estas conductas, cualquiera de nosotros en cierto momento quizá estaría permitiéndose realizar ciertas acciones y vivir en cierta forma tranquilo porque encuentra para sí mismo la manera de justificar y racionalizar sus comportamientos para no conflictuarse con su propia conciencia -quizá la única testigo de sus acciones- y no vivir en sí mismo el castigo o sanción por sus hechos.

Desde las antiguas narraciones documentadas, hasta las más recientes, vemos esas expresiones de los seres humanos que se cuestionan a sí mismos del por qué del mal en el mundo, del origen de este. ¿Cómo es posible que el ser humano, sabiendo distinguir entre el bien y el mal, pueda tender muchas de las veces por lo segundo, aún a sabiendas que es dañino, para él o para otros?, ¿cómo es que pasa que, sabiendo lo que es bueno y conveniente, acabo eligiendo lo que es malo y perjudica? Muchas de estas preguntas estriban no sólo en el ámbito de lo moral sino también de lo legal, de la justicia y de la paz. En el fondo, de la propia dignidad del ser humano. No es pues, el mal, tema exclusivo de la periferia.

Juan Carlos Quirarte Méndez

Salesiano, sacerdote. Doctor en Antropología Social

“El mal no es exclusivo de las periferias”

Por mucho tiempo y por muchos, se ha considerado que los actos malos, la delincuencia y todas aquellas cuestiones que son consideradas maléficas, vienen de seres especialmente dañados (sea desde su nacimiento o bien dañados por su propio entorno donde han crecido y se han formado), como si para hacer el mal -y sobre todo el mal en dimensiones escandalosas, mediáticas- tendría que ser una persona totalmente especial.

Pero la misma historia y la narración de muchas personas que han realizado actos reprochables por la sociedad, que han dañado a otros seres humanos incluso de manera muy cruel y deshumanizante, nos ha hecho ver -con asombro- que al parecer llevaban “vidas normales”.

Ya en otros momentos he compartido en esta misma columna mi descalificación por quienes asocian la pobreza con la violencia de una manera casi automática, igualmente quienes asocian la pobreza con otras varias características negativas: suciedad, agresividad, ignorancia etc. Como si la condición de pobre llevara por automático el pase a toda esa otra serie de características negativas. Ese imaginario social instalado a provocado que se considere como “chivos expiatorios” a muchos que quizá hayan cometido actos delictivos pero que les han cargado en ellos la culpa de muchos otros que, desde espacios y condiciones favorables, nunca son señalados por sus actos, por no entrar en la categoría prejuiciada de vivir en pobreza y en ciertos lugares.

Aquí, hoy más bien quiero compartir sobre esa magnitud del mal en sí misma, que no es tampoco exclusiva de personalidades sumamente excepcionales, sino que puede provenir de un sujeto que también apareciese como uno más entre tantos, alguien que no destaque precisamente por tal o cual genialidad (mal enfocada, ciertamente) como tantas veces nos lo presentan las películas de superhéroes, donde “los malos” suelen ser sujetos muy peculiares y también con mucho protagonismo.

La historia narrada y conocida por nosotros nos ha demostrado que muchas calamidades que ha sufrido la humanidad se desprenden también de personas que llevan aparentemente una vida común, sin excentricismos ni protagonismos arrebatados, que dentro de su cotidianidad van también realizando acciones que son entendidas dentro de nuestra cultura y sociedad como moral y/o judicialmente desaprobadas.

Y no solamente en “otros” es que pueda acontecer estas conductas, cualquiera de nosotros en cierto momento quizá estaría permitiéndose realizar ciertas acciones y vivir en cierta forma tranquilo porque encuentra para sí mismo la manera de justificar y racionalizar sus comportamientos para no conflictuarse con su propia conciencia -quizá la única testigo de sus acciones- y no vivir en sí mismo el castigo o sanción por sus hechos.

Desde las antiguas narraciones documentadas, hasta las más recientes, vemos esas expresiones de los seres humanos que se cuestionan a sí mismos del por qué del mal en el mundo, del origen de este. ¿Cómo es posible que el ser humano, sabiendo distinguir entre el bien y el mal, pueda tender muchas de las veces por lo segundo, aún a sabiendas que es dañino, para él o para otros?, ¿cómo es que pasa que, sabiendo lo que es bueno y conveniente, acabo eligiendo lo que es malo y perjudica? Muchas de estas preguntas estriban no sólo en el ámbito de lo moral sino también de lo legal, de la justicia y de la paz. En el fondo, de la propia dignidad del ser humano. No es pues, el mal, tema exclusivo de la periferia.