/ martes 19 de enero de 2021

Biblioteca de la periferia

Hoy quisiera traer al recuerdo aquella pedagogía de Paulo Freire, donde nos pone sin ningún rodeo las cosas sobre la mesa: “alfabetizar es sinónimo de concientizar”. Este tipo de sentencias nos hacen comprender que por alfabetizar no consiste sólo en el adiestramiento para poder leer códigos y ser instruido para expandir en lenguaje a través del texto. Es más bien ese proceso de recreación, de búsqueda, de independencia y, a la vez, de solidaridad.

De esta forma, la alfabetización no es un acto mecánico mediante el cuál se depositan palabras que le sean ajenas a la realidad de quien las está aprendiendo. La alfabetización va más allá, donde se pueda generar esos procesos de autonomía en quien aprende a decodificar, para luego ser libre en su pensamiento y, sobre todo, liberador.

Las formas tradicionales de alfabetizar se convertían en domesticación que aliena, mientras que el procurar un proceso de concientización, o sea, de liberación de su conciencia con vistas a un compromiso en su entorno social. Y en esto quizá nos siga faltando a nosotros esta capacidad crítica, de pensar por sí mismos, de no sólo repetir ni reproducir los discursos instalados en una sociedad.

Cuando se es analfabeta (en este sentido de la palabra) entonces se es un oprimido. Sigue encadenado a sometimientos dominantes que nos hacen títeres de quienes ostentan el poder y nos dirigen a su antojo.

Muchas veces podemos caer en espejismos, pensar que somos unos eruditos, que nuestra “clase social” escalona por el hecho de subir grados académicos, de incluso aprender otras lenguas, por tomar cursos y tantas otras cosas.

Ciertamente todo eso es muy bueno, valioso e -infelizmente- privilegio de unos cuantos. Pero la alfabetización va más allá del depósito de palabras. Sí sólo asumimos y aprendemos, si sólo grabamos y reproducimos los saberes que nos han sido transmitidos, seguimos, en el sentido freiriano, siendo analfabetos. Seguimos oprimidos por no liberar nuestro pensamiento.

El gran ideal es poder adquirir un pensamiento crítico, que sea capaz de cuestionar aún aquello que se nos transmite en los saberes ordinarios. Y, además de esa conciencia crítica que nos hace ser analíticos, el gesto de la responsabilidad comunitaria, compromiso por lo social, como una manera de realmente ser sabios porque sabemos en qué y para qué actuar con lo que sabemos. Este mundo necesita no sólo gente que sepa, sino el valor está en ver lo que hace con su saber.

Pero también nadie es analfabeto o inculto por elección personal, sin por imposición de los demás, porque la misma estructura violenta, margina y excluye por conveniencia y para favorecer a unos pocos a costa de los otros.

Hoy podemos recordar que estamos llamados a colaborar para que nadie siga siendo analfabeta, incluido (y quizá principalmente) los instruidos.

Hoy quisiera traer al recuerdo aquella pedagogía de Paulo Freire, donde nos pone sin ningún rodeo las cosas sobre la mesa: “alfabetizar es sinónimo de concientizar”. Este tipo de sentencias nos hacen comprender que por alfabetizar no consiste sólo en el adiestramiento para poder leer códigos y ser instruido para expandir en lenguaje a través del texto. Es más bien ese proceso de recreación, de búsqueda, de independencia y, a la vez, de solidaridad.

De esta forma, la alfabetización no es un acto mecánico mediante el cuál se depositan palabras que le sean ajenas a la realidad de quien las está aprendiendo. La alfabetización va más allá, donde se pueda generar esos procesos de autonomía en quien aprende a decodificar, para luego ser libre en su pensamiento y, sobre todo, liberador.

Las formas tradicionales de alfabetizar se convertían en domesticación que aliena, mientras que el procurar un proceso de concientización, o sea, de liberación de su conciencia con vistas a un compromiso en su entorno social. Y en esto quizá nos siga faltando a nosotros esta capacidad crítica, de pensar por sí mismos, de no sólo repetir ni reproducir los discursos instalados en una sociedad.

Cuando se es analfabeta (en este sentido de la palabra) entonces se es un oprimido. Sigue encadenado a sometimientos dominantes que nos hacen títeres de quienes ostentan el poder y nos dirigen a su antojo.

Muchas veces podemos caer en espejismos, pensar que somos unos eruditos, que nuestra “clase social” escalona por el hecho de subir grados académicos, de incluso aprender otras lenguas, por tomar cursos y tantas otras cosas.

Ciertamente todo eso es muy bueno, valioso e -infelizmente- privilegio de unos cuantos. Pero la alfabetización va más allá del depósito de palabras. Sí sólo asumimos y aprendemos, si sólo grabamos y reproducimos los saberes que nos han sido transmitidos, seguimos, en el sentido freiriano, siendo analfabetos. Seguimos oprimidos por no liberar nuestro pensamiento.

El gran ideal es poder adquirir un pensamiento crítico, que sea capaz de cuestionar aún aquello que se nos transmite en los saberes ordinarios. Y, además de esa conciencia crítica que nos hace ser analíticos, el gesto de la responsabilidad comunitaria, compromiso por lo social, como una manera de realmente ser sabios porque sabemos en qué y para qué actuar con lo que sabemos. Este mundo necesita no sólo gente que sepa, sino el valor está en ver lo que hace con su saber.

Pero también nadie es analfabeto o inculto por elección personal, sin por imposición de los demás, porque la misma estructura violenta, margina y excluye por conveniencia y para favorecer a unos pocos a costa de los otros.

Hoy podemos recordar que estamos llamados a colaborar para que nadie siga siendo analfabeta, incluido (y quizá principalmente) los instruidos.