La semana pasada fuimos invitados a una fiesta infantil. Y fue una fiesta fuera de serie. No solo por el festejado (mi sobrino Carlitos) sino también por las siguientes situaciones:
La invitación fue solo electrónica. Nada de papel.
En el mensaje se nos pedía llevar nuestra propia vajilla no desechable. Si cumplíamos con esta sugerencia, seríamos acreedores a un boleto para participar en una rifa.
Se nos sugería llevar regalos sin envoltura, o en bolsas reusables.
Y recalcaba: esta es una fiesta amigable con el ambiente.
Dispuesto a divertirme y a ver si la idea de mi hermana tenía eco, llegué a la fiesta con el mejor ánimo. Me sorprendió ver que todos, todos los invitados, llegaban con su propia vajilla en bolsas reusables. En las mesas había vasos y platos de plástico para los olvidadizos (muy pocos de esos vasos fueron utilizados).
Ya puede usted imaginarse la intención de los anfitriones: generar la menor cantidad posible de basura. Y hacer conciencia sobre la necesidad de apoyar el medio ambiente.
La idea me parece genial. No sé si es original o no, pero sí sé que es una muy buena forma de hacernos ver que hasta en las cosas más cotidianas se puede ser ecológico.
Casi al final de la fiesta me acerqué con los meseros del lugar y les pregunté qué les había parecido la fiesta. Ciertamente sorprendidos, me dijeron que nunca habían tenido una fiesta así, en la que se generó menos de una sexta parte de la basura que normalmente recogen al término de las fiestas. “Es una muy buena idea, ojalá toda la gente la llevara a cabo”, dijeron sorprendidos por la participación de los invitados.
Dejé el salón casi al final del evento, contento y orgulloso del compromiso que mi hermana Mariana y su esposo Juan Carlos tienen con el medio ambiente. Estoy seguro que con acciones así, aparentemente simples, podemos iniciar el cambio que tanto requerimos en favor del mundo: nuestra única y colectiva casa.
