/ viernes 9 de noviembre de 2018

No Ficción

Difícil abstraerse de la emoción colectiva. Y me parece no es malo, al contrario: somos parte y todo de la sociedad. Nos afecta, al igual que a los demás, los destellos de amor, pasión o locura.

Siempre me ha intrigado el fuerte impacto que la música representa para el ánimo de quien la escucha: ventana abierta que permite el impulso a todo tipo de emociones. Una canción nos hace reír, llorar, recordar, añorar, desear, odiar, amar. Lo que se esconde en el fondo de una melodía es magia pura, que también se puede vivir en imágenes, frases o sonidos.

Hace unos días tuve la oportunidad de ver la película en la que se hace un homenaje a Fredy Mercury. Vaya forma de explotar el sentimiento nacido de las canciones. La remembranza llegó por todos lados: imágenes precisas, sonidos exactos, palabras justas. Todo fue un coctel perfecto para hacer un viaje placentero desde la butaca. Como era una premier había mucha gente, el cine estaba lleno a reventar. Nadie chistó ni por la cantidad de gente ni porque algunos de los organizadores tuvieron que sentarse en los escalones o en el piso.

Empezó la película y empezó la magia. Todo mundo estuvo atento. Reíamos, gritábamos, afirmábamos ante lo que en la pantalla se proyectaba. La pasamos bien. Y aunque eso lo he visto en otras películas, solo en las que llevan la columna de la música se vive una doble emoción, en la que disfrutas las imágenes y gozas la música.

Debo decir que nunca he sido un gran aficionado a la música de Queen, y temeroso de que se me llame oveja de la moda, debo decir que descubrí facetas muy interesantes del proceso creativo en el que se enfrascaban los músicos para componer cada melodía.

Como sí me tocó realizar cierta producción musical en carrete abierto, la vena nostálgica saltó con vida propia y me hizo añorar aquellos tiempos en los que, con los audífonos pegados a las orejas y los dedos temblorosos apoyados en los botones de una consola, veía pasar los minutos y las horas mientras creábamos, casi artesanalmente, los sonidos que habríamos de reproducir en un programa radiofónico. Hasta eso pude revivir al ver la película.

No sé qué tanto disfrutaron aquellos que durante años conocieron y siguieron a Queen. Yo lo hice como el más grande fan, y creo que esa es la forma en que todos deberíamos actuar: vivir cada momento como si fuera el último. Esa diferencia, casi imperceptible, es la que permite disfrutar, o no, el arte que otro entrega para los demás. Porque el artista solo hace una parte, el espectador debe aportar lo suyo para que la obra esté completa.


Difícil abstraerse de la emoción colectiva. Y me parece no es malo, al contrario: somos parte y todo de la sociedad. Nos afecta, al igual que a los demás, los destellos de amor, pasión o locura.

Siempre me ha intrigado el fuerte impacto que la música representa para el ánimo de quien la escucha: ventana abierta que permite el impulso a todo tipo de emociones. Una canción nos hace reír, llorar, recordar, añorar, desear, odiar, amar. Lo que se esconde en el fondo de una melodía es magia pura, que también se puede vivir en imágenes, frases o sonidos.

Hace unos días tuve la oportunidad de ver la película en la que se hace un homenaje a Fredy Mercury. Vaya forma de explotar el sentimiento nacido de las canciones. La remembranza llegó por todos lados: imágenes precisas, sonidos exactos, palabras justas. Todo fue un coctel perfecto para hacer un viaje placentero desde la butaca. Como era una premier había mucha gente, el cine estaba lleno a reventar. Nadie chistó ni por la cantidad de gente ni porque algunos de los organizadores tuvieron que sentarse en los escalones o en el piso.

Empezó la película y empezó la magia. Todo mundo estuvo atento. Reíamos, gritábamos, afirmábamos ante lo que en la pantalla se proyectaba. La pasamos bien. Y aunque eso lo he visto en otras películas, solo en las que llevan la columna de la música se vive una doble emoción, en la que disfrutas las imágenes y gozas la música.

Debo decir que nunca he sido un gran aficionado a la música de Queen, y temeroso de que se me llame oveja de la moda, debo decir que descubrí facetas muy interesantes del proceso creativo en el que se enfrascaban los músicos para componer cada melodía.

Como sí me tocó realizar cierta producción musical en carrete abierto, la vena nostálgica saltó con vida propia y me hizo añorar aquellos tiempos en los que, con los audífonos pegados a las orejas y los dedos temblorosos apoyados en los botones de una consola, veía pasar los minutos y las horas mientras creábamos, casi artesanalmente, los sonidos que habríamos de reproducir en un programa radiofónico. Hasta eso pude revivir al ver la película.

No sé qué tanto disfrutaron aquellos que durante años conocieron y siguieron a Queen. Yo lo hice como el más grande fan, y creo que esa es la forma en que todos deberíamos actuar: vivir cada momento como si fuera el último. Esa diferencia, casi imperceptible, es la que permite disfrutar, o no, el arte que otro entrega para los demás. Porque el artista solo hace una parte, el espectador debe aportar lo suyo para que la obra esté completa.


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