Día de las Madres: la gran Epopeya de la Creación
Por: Oscar A. Viramontes Olivas
violioscar@gmail.com
Maestro-investigador-FCA-UACh
Amanecía un diez de mayo cualquiera en algún rincón de la ciudad de Chihuahua, y con el alba llegaba, escondida aún entre el rumor de las calles, esa nostalgia tibia que anuncia la cercanía del “Día de la Madre”. No era un día cualquiera, era la jornada en que la patria entera se detenía, aunque fuera sólo un instante, para rendir homenaje a las mujeres que, desde tiempos inmemoriales, han sido el pilar del hogar, la raíz profunda de nuestra comunidad, y el corazón imperceptible de nuestra historia. Recordamos entonces cómo, en 1922, bajo el gobierno de Álvaro Obregón, y con el impulso cultural de José Vasconcelos —quien, como rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, propuso instituir esta fecha—, para consagrar oficialmente, el diez de mayo, como día para honrar a las madres mexicanas, dando voz institucional a un reconocimiento ya largamente merecido por generaciones de maternidades calladas, obstinadas y entregadas al milagro cotidiano de criar hijos en un país que, a menudo, era tan fértil en carencias como en sueños.

Es imposible hablar del Día de la Madre, sin evocar ese trajín íntimo y silencioso de las mujeres que, tras el canto del gallo, inician la liturgia diaria, el barrer el piso con la escoba enjuta, arrancar las verduras del jardín de la cocina, frotar los trastes con agua y jabón, arrancar el azadón contra la tierra estéril para la siembra de frijol, para conseguir almidón y sustento. Era un tiempo en que la pobreza se medía en el hueco de la olla, en el taco de tortilla que sobrevive en la hielera hasta el día siguiente; en la costura que se alarga para hacer de una sola prenda dos o tres, y en el achicopalamiento permanente de las madres, al ver a sus hijos con hambre o con frío. Sin embargo, como un acto de resistencia contra la escasez, prendían la luz de la ternura; la voz suave que acunaba el llanto, la risa compartida al partir un trozo de pan duro; el beso que curaba rozaduras y tristezas.
En esos años, la maternidad mexicana era una epopeya íntima; se levantaban antes del alba, llevaban latas de leche a hervir sobre fogones de leña; recorrían tres o cuatro cuadras para acarrear agua y, de regreso, cargaban la bendición y el peso de la esperanza, contenido en cada gota cristalina. Si las rodillas dolían de tanto arrodillarse para barrer o recoger granos de maíz caídos al suelo, poco importaba; la comarca de la casa era el reino inquebrantable donde se tejía el futuro de los hijos. No obstante, en el trayecto de ese reino, también había espinas dolorosas; los gritos contenidos de algún marido que creía legitimar sus puños en el hogar; el maltrato que enrojecía la piel y hería el alma; la soledad en una madrugada de fiebre infantil, sin dinero para un médico, sin coche para llegar al hospital, sin nadie más que una madre encendida en inquietud y determinación.

Fue esa entrega suprema, esa renuncia a cualquier otra vocación para abrazar la más dura de las profesiones —la de ser madre en un mundo que no perdona vacilaciones—, lo que, la nueva fecha oficial quiso conmemorar. Porque el Día de la Madre, no nace del mercantilismo, ni de los escaparates, sino del reconocimiento del valor incalculable de esa mujer que, sola o acompañada, construye un hogar con manos ásperas de trabajo y un corazón henchido de amor. Y al conmemorarla, la sociedad mexicana reconoce los cimientos de su propio crecimiento; que, sin madres obedientes a la noble misión de nutrir cuerpos y espíritus, el tejido comunitario se deshilacha y se empobrece. Recordar el Diez de Mayo es, además, revivir esa amalgama de alegrías, y penas que atraviesan el mandato materno. Alegrías, el primer diente asomando en la encía rosada de un bebé; las manos diminutas que, aprenden a estrechar la suya; el eco de risas infantiles que inundaba el patio; penas, la mano que no acarició lo suficiente por falta de tiempo; la noche sin dormir, pendiente del gemido febril de un hijo enfermo; la miríada de noches solitarias rastreando boletos de lotería para aliviar las cuentas del año. Pero, sobre todo, angustias; la incertidumbre sobre el futuro de los hijos, el miedo a que la escuela quede lejos, y el pasaje para el autobús, demasiado caro; la intranquilidad al oír rumores de violencia en la región; el miedo primigenio a que el impulso de volar quede cohibido por una familia que no comprende los sueños femeninos.
Sin embargo, esas madres también nos enseñan la fortaleza, ya que, levantarse después de que llueve, aunque el camino esté lleno de lodo, no sucumben, antes, al contrario, se levantan aún con todo y sus pies estén manchados de barro; recomenzar una comida quemada, aunque el vapor acerque el desánimo; sonreír a un hijo, aunque el alma se quiebre por dentro. Enseñan, con el ejemplo, que la esperanza no es un sentimiento inerte, sino un músculo que se ejercita cada día, al roce del quehacer doméstico y de la palabra alentadora. Nos recuerdan que la entrega a los hijos, no es mera sumisión, sino una alianza sagrada; ellas, como guardianas del cariño, y nosotros, como receptores de un legado de coraje y resiliencia. Hoy, al repartir claveles, atiborrar mensajes de cariño, y suspender por un momento las obligaciones, vale la pena evocar también los rostros anónimos, la madre soltera que, encontró fuerza para trabajar en la maquila, para llenar la despensa y pagar la escuela de sus niños; la madre indígena, que conservó su lengua y su cultura, para que sus hijos supieran de dónde venían; la madre migrante que cruzó fronteras invisibles, sin más equipaje que la convicción de garantizarle a sus hijos una vida menos áspera; la madre con discapacidad, que supo enseñarles a sus hijos que las limitaciones físicas no definen el alcance del amor ni de la dignidad.
Ese fervor multifacético, cobra vida en cada gesto de gratitud; en un “te quiero”, susurrado al oído, en la mano que se toma para compartir un café cargado y en el abrazo que repara el día. Porque, al fin, volver una vez al año para rendir homenaje a las madres; es un acto de memoria y reconocimiento; la memoria de los sacrificios silentes, de las noches en vela, de los sueños pospuestos; el reconocimiento del valor inconmensurable de quien sostiene la familia cuando todo tiembla. Y es, también, la promesa de la sociedad de dignificar la vida de las madres; asegurarle el acceso a la salud, educación, trabajo digno, seguridad y, sobre todo, el fin del maltrato y la violencia en sus múltiples formas. De ese modo, el Día de la Madre, no es únicamente una celebración rosa, un desfile de flores y tarjetas; es un llamado a la conciencia social. Cada corona que depositamos, cada ramo que regalamos, debe resonar como un compromiso para que las madres vivan libres de miedo, de precariedad y de injusticias. Para que ninguna madre, tenga que resignarse al silencio cuando se enfrenta al maltrato; para que ninguna madre, sienta que sus lágrimas caen en vano; para que ninguna madre, tema por sus hijos al salir del hogar. Es un día para honrar, y para renovar compromisos; un compromiso ético, comunitario y político, para construir un país donde la maternidad, sea vivida con dignidad, en igualdad de condiciones, y con oportunidades reales de realización.
Finalmente, Al evocar aquellas jornadas de antaño, de ollas sobre el fogón y canciones al alba, comprendemos que la maternidad mexicana, es una epopeya cotidiana; es la resistencia, la ternura, la valentía y la esperanza concentradas en un solo ser. Celebrarla es reconocer que, en el pulso de sus corazones, late el corazón de México. No olvidemos también, a esas hermosas madres que hoy en día se nos han adelantado en el camino, que nos dejaron un enorme legado llenos de enseñanzas y experiencias que, como verdaderas heroínas, entregaron su vida, sin importar absolutamente nada a sus hijos, al hogar. De esta manera, a Ellas, nuestro corazón, nuestra oración, nuestro respeto y nuestra admiración. Por eso, cada diez de mayo, entre abrazos y flores, debemos recordar que, honrarlas, es honrar a nuestra propia humanidad, y que, en sus manos encallecidas, se forja la promesa de un mañana más justo, solidario y lleno de amor…¡Feliz Día de las Madres!...¡Amén!
“El Día de las Madres: la gran Epopeya de la Creación”, forma parte de los Archivos Perdidos de las Crónicas Urbanas de Chihuahua. Si desea los libros de la colección de los Archivos Perdidos, tomos del I al XIII, adquiéralos en Librería Kosmos (Josué Neri Santos No. 111).