elheraldodechihuahua
Chihuahua19 de mayo de 2025
Análisisviernes, 9 de mayo de 2025

Macondo sin madre

Síguenos en:whatsappgoogle

Hace poco concluí con la lectura de un libro que curiosamente había dejado pasar. Como podrás adivinar por referencias indirectas en columnas anteriores, se trató de “Cien años de soledad”, escrita por el finado Gabriel García Márquez. En la novela, la cual no pretendo arruinarte anticipando el final, se narran hechos que podrían resultar conocidos a cualquier familia: las peripecias de abuelos, hijos, nietos, bisnietos, tíos y primos, así como de la extensa parentela no sanguínea, pero sí elegida, que acompaña regularmente un hogar.

Platicando con un amigo muy cercano, reflexioné sobre el título del libro y concluí que podía ser diferente. A lo largo de los cientos de párrafos se identifican historias cruzadas que van coloreando y dando sentido al pueblo llamado “Macondo” donde se atan y desatan los nudos literarios; sin embargo, aunque las citas al nombre de la comunidad son constantes, no es el único pilar sobre el que descansa la historia. Para mí, dentro del reburujado mapa genealógico y social de la novela, la matriarca de la familia Buendía, la señora Úrsula Iguarán, destaca por encima de todo. Entre sus manos, frente a sus ojos y cerca de sus oídos, van matizándose las vidas de cada personaje, siendo la pieza fundamental que garantiza la cohesión, sobrevivencia y dignidad de su estirpe. Por eso, tal vez, el libro debió llamarse como ella.

Muy probablemente, el ya difunto Premio Nobel colombiano intentó comunicar el valor de una mamá. En su lógica, mientras la madre vive existe una familia apoyada en metas comunes, principios, trabajo y convicciones; cuando esta fallece, todos colapsan y la cuenta regresiva inicia, devorando todo lo que esté a su paso, a menos que los descendientes, o parientes, logren crear sus propios hogares más allá del que le perteneció a la matriarca.

Recuerdo bien cuando mi abuela falleció. El sepelio fue a finales de un mes de marzo y, mientras la bajábamos a la fosa del panteón, supe que no sólo iría detrás de ella la tierra que los sepultureros acarreaban con sus palas; también la perseguirían los recuerdos de todas esas tardes en su casa con la parentela reunida, las reliquias y artesanías que atesoraba, así como las naranjas que crecían en su jardín. Su hogar, que fue el “Macondo” de mi familia, luego de su muerte se convirtió en un agujero negro que absorbió todo lo que tuvo enfrente, incluso a algunas personas que no pudieron dejar la casa a tiempo. Por eso en la novela de García Márquez era fundamental que alguien apoyara el legado de Úrsula Iguarán o, bien, que los descendientes se desterraran del pueblo para formar sus propias genealogías.

Frecuentemente las familias germinan alrededor de las abuelas o las madres. Las historias de trabajo, los aromas de la comida, las golosinas en los frascos o las camas inexplicablemente cómodas se convierten en un fermento vivo que acumula nutrientes y que nos conecta con ese sitio, dándonos sentido. Cuando esto no sucede, o no hay persona que lo represente (sea hombre o mujer), las familias se van apagando; implosionan, colapsan y, finalmente, desaparecen sin dejar rastro. Luego, los apellidos terminan siendo memorias incógnitas de un pasado sin raíces.

Sin duda, Ser mamá sigue siendo una de las labores más extremas que existen. No sólo se arriesga la vida en el proceso de gestación, sino también después del momento del alumbramiento. Se deja la existencia en garantía para preservar el bienestar y desarrollo de los hijos y sus descendientes. Del mismo modo, tal como ha sucedido con una bella tortolita turca que anidó en nuestra casa, las mamás vuelven a dar a luz cuando abren el corazón para dejar que sus hijos vuelven, reconociendo su libertad y madurez para hacerlo. Con suerte, en otra primavera, los verá cerca del nido.


Voy y vengo.

ÚLTIMAS COLUMNAS

Más Noticias