Madre se escribe con actos. El amor es lo que sostiene al mundo
El 10 de mayo en México no es una fecha cualquiera. Nos conecta con la raíz más profunda del afecto humano: el amor de quien cuida, guía, educa y protege. Celebramos a las madres —biológicas, adoptivas, de crianza— a todas esas mujeres que hacen de la maternidad un acto de entrega sin medida, sin esperar recompensa. El amor de una madre es, la mayoría de las veces, incondicional: da aunque no reciba; abraza aunque no la abracen.
El lazo entre una madre y su bebé es clave desde el embarazo y el nacimiento, influyendo en la identidad y en la percepción del propio valor. Debemos trabajar para que esos lazos puedan darse, para que maternar y ser cuidado sea una tarea posible materialmente. Sin embargo, cada día miles de mujeres demuestran que la maternidad no siempre nace del cuerpo, sino del alma, y sobre todo, de la decisión: la decisión de amar y cuidar. Una madre adoptiva o de crianza, no paren a su hijo o hija, pero lo ama con igual intensidad. Su amor no habla el lenguaje de la genética, pero sí el del compromiso, la ternura y el deseo de ofrecer un hogar lleno de dignidad y afecto.
Cuidar es, desde una visión de derechos humanos, uno de los actos más trascendentales y menos reconocidos. La maternidad, en cualquiera de sus formas, es trabajo no remunerado, emocionalmente demandante pero sobre todo vital para la supervivencia de nuestra sociedad. Ese deber de cuidado que tantas mujeres asumen, muchas veces en soledad, sostiene a las familias, a Chihuahua, a México y al mundo. Porque la niñez tiene derechos hoy que deben garantizarse para que el mañana sea posible. Lo que demos —o neguemos— hoy a las infancias, será lo que cosecharemos como país.
En México, reconocer la labor materna va más allá de una canción y un obsequio. La compatibilidad entre la vida personal y laboral sigue siendo una deuda pendiente. Como he señalado antes, el reconocimiento formal de los cuidados, del amor como elección y simplificar el derecho a formar una familia desde el afecto —no solo desde la sangre o la obligación— es urgente. Maternar y crecer en familia requieren condiciones que permitan el florecimiento humano, y van más allá del cumplimiento parcial de obligaciones alimentarias que a menudo se reclaman con resistencia.
El ejercicio pleno de la maternidad implica derechos laborales, profesionales y al tiempo libre. Solo así podrá vivirse sin estrés ni sacrificios heroicos, con dignidad para las madres y en beneficio del interés superior de la niñez. Que niñas, niños y adolescentes crezcan en entornos amorosos y estables, sin importar su origen, debe ser prioridad de Estado.
En lo personal, si algo he logrado en esta vida, ha sido gracias a mi madre, Tenchini. A su alegría, carácter firme, amor incansable y decisiones silenciosas. Su entrega —a veces invisible, siempre presente— fue mi sustento. Inolvidables su franqueza y sus consejos dados con firmeza y ternura. Me enseñó el valor del amor, de la vida, de la honestidad, de la integridad. Su ausencia es física, pero su amor y su ejemplo siguen siendo mi guía y columna vertebral.
A veces, como hijas e hijos, fallamos al no confiar en quien más nos conoce. Esos errores han sido míos, y los reconozco con humildad. Hoy solo quiero decirle: gracias por sostenerme incluso cuando no lo merecía, por no soltarme nunca, por enseñarme que la maternidad es una vocación que no termina con la infancia.
Este 10 de mayo celebremos a todas las madres: las que nos dieron la vida y las que nos dieron una vida nueva. Las que protegen, enseñan, alimentan, consuelan y sueñan con un futuro mejor para sus hijos e hijas. Celebremos el cuidado como acto de humanidad. Y, sobre todo, comprometámonos a construir un país donde ser madre no sea una hazaña solitaria, sino una experiencia acompañada y dignificada por el Estado, la comunidad y la ley.