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Durango28 de mayo de 2025
Culturadomingo, 23 de marzo de 2025

Demonio asesino en mina de Durango

Justo cuando dieron media vuelta, un sonido ahogado, parecido a un gemido, los hizo detenerse. Era una voz moribunda, llena de agonía, pidiendo auxilio

Demonio asesino en mina de Durango
El rugido de la mina se convirtió en un silencio irrumpido solo por las risas de los que se marchaban a algún otro lugar / Foto: Alberto Serrato
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Alberto Serrato

“En esa mina me encontré con un ser demoníaco. Hoy, ante el pueblo, soy un demente, pero estoy seguro de que mi atacante era un ser del inframundo.”

Este escalofriante relato me llegó de las voces que habitan en el poblado San José de la Parrilla, Durango, y puedo asegurar que cada una de las palabras expuestas por esas personas estaba plagada de miedo. Todas coinciden en la veracidad del relato de Juan, porque todos juran haber visto seres pequeños que viven dentro de la mina.

La vida en las minas es dura, y más aún para los obreros que se encargan de extraer los metales tan preciados para el mundo. Aun con todas esas herramientas pesadas, que no parecen otra cosa más que artefactos futuristas propios de la ciencia ficción, ellos se enfrentan todos los días a la muerte. Pero en este relato, la desgracia se dio por algo más macabro que ese desafiante estilo de vida.

El sol se escondía detrás de uno de los cerros próximos a San José de la Parrilla, Durango, y el cierre del día había llegado para Juan. El polvo formaba una neblina densa en la entrada del pozo de extracción principal, que podía verse como una boca abierta, con unas cuantas luces al fondo que daban el aspecto de ser muelas apenas titilantes. En la plancha principal, las camionetas dormían después de un largo día de trabajo y se preparaban para otra jornada nocturna. Los trabajadores del primer turno se desenfundaban los cascos y los uniformes, pensaban en ir a tomarse una cerveza, en fumar algo de hierba o solo en descansar; los del turno de la noche llegaban en silencio y, aunque no lo demostraban, en sus rostros podía verse una mueca similar, ocasionada por un efecto de conciencia colectiva, originada por los cuentos narrados por los más viejos de la mina, esos sobre hombrecillos que vivían debajo de la tierra.

El rugido de la mina se convirtió en un silencio irrumpido solo por las risas de los que se marchaban a algún otro lugar, el que fuera, menos la mina. Un nuevo turno estaba por comenzar, y era el de la jornada nocturna, que estaba a media hora de iniciar. Juan no podía ver nada de eso, porque él se había quedado en lo más profundo del pozo, haciendo, sabrían solo él y Dios, qué cosas. La media hora se cumplió desde la hora de salida y Juan no se dejaba ver en la superficie. Uno de los supervisores se dio cuenta de que Juan aún no firmaba su salida y esperó en la caseta de check-out un rato, tratando de asimilar la demora y traducirla a una falta acreedora de sanción para el obrero, porque era algo que solía ocurrir de vez en cuando entre los trabajadores: algunos se quedaban a fumar drogas sintéticas e incluso otros a tener sexo entre ellos por la falta de caricias de sus mujeres en las temporadas mensuales de trabajo.

El silencio en el exterior se hizo grande, por un momento pareció una mina abandonada, un coyote aulló en las lejanías y al parecer otro le contestó en alguna parte de los cerros. La luna cubrió con un manto plateado todo el terraplén, el frío caló en los huesos de todos los trabajadores a la espera de la salida de Juan y un sentimiento de intranquilidad secuestró el momento. El supervisor no autorizó el inicio de la jornada, salió de la caseta, se colocó un casco, encendió la linterna integrada y caminó hasta la puerta del pozo principal. Esa boca oscura le dio la impresión de ser una entrada al infierno. Gritó dos veces el nombre de Juan a través de un megáfono que colgaba de su cuello, pero solo el eco del llamado le respondió. Paró la oreja y escuchó un lejano grito fantasmal, pensó que tal vez era culpa de la resonancia de la mina, pero no podía dejarlo en suposiciones y llamó al comisionado de guardia nocturna para bajar por el obrero mañoso que no se decidía a ascender.

Mientras los obreros del primer turno ya se encontraban en sus quehaceres de esparcimiento y los de la noche se desesperaban por comenzar, el supervisor y el guardia bajaron en uno de los vehículos de torque interno. Ahí dentro, siempre la noción del tiempo se pierde y el descenso se vuelve largo y misterioso, pero en esa ocasión se les antojó eterno. Las luces de los cascos dejaban ver horribles relieves dibujados en la piedra, y a lo largo del trayecto, aparecían rostros en tercera dimensión, unos con la boca abierta, otros inexpresivos, algunos más parecidos a momias, pero todos dejaban verse con unos ojos torcidos y bocas mal formadas. Cuando llegaron al área de trabajo de Juan, escucharon un taladro encendido.

Ambos se miraron con extrañeza, apagaron el vehículo de avance y bajaron ante la cúpula rocosa que se alzaba imponente sobre ellos, cubierta por una malla anti derrumbes. Cuando bajaron, cada uno tomó un camino distinto para encontrar el taladro que no dejaba de rugir. La reverberación del sonido le hizo imaginar al supervisor a un ogro gritando en lo más hondo de la mina. Ambos se colocaron los tapones de seguridad auditiva y duraron unos tres minutos caminando perturbados en círculos hasta que el horrible sonido se fundió en un silencio adornado solo por una gota de agua que por ahí sonó. Estar ahí solos en la búsqueda de Juan les generó un sentimiento de inferioridad ante la magnitud de la tierra. Ninguno de los dos dijo algo al respecto y comenzaron la búsqueda. Decidieron caminar juntos hacia una de las vertientes más estrechas del pozo. En el camino, pudieron ver un radio de comunicación tirado y una mancha espesa con tonalidades parecidas a la sangre. El supervisor tragó saliva y sintió un picor en la nuca, el comisionado fingió no tener miedo, pero en el fondo deseó estar en su casa abrazando a sus dos hijos. Ninguno expresó juicios y siguieron caminando, soportando el crujir de sus pasos en la tierra.

Después de caminar unos doscientos metros a lo largo del pozo, el vehículo de torque en el que llegaron desapareció por culpa de la oscuridad. La luz de ambos cascos solo dejó ver un camino de piedra, piedra y más piedra, y no había rastro alguno del ingrato de Juan, quien no respondía a cada llamado de sus compañeros. Le gritaron, usaron silbatos de alerta, también el megáfono industrial, pero la única respuesta que obtuvieron fue la resonancia siniestra de la mina.

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Los dos, sin decirlo, supieron que era el momento de regresar a la superficie y avisar al cuerpo de seguridad industrial sobre la desaparición de un obrero, y justo cuando dieron media vuelta, un sonido ahogado, parecido a un gemido, los hizo detenerse. Era una voz moribunda, llena de agonía, pidiendo auxilio. Era Juan, debajo de un montón de tierra, desnudo, con el rostro inflamado, sin ojos, con la piel desgarrada y con algunos trozos de carne aún colgando. Juan estaba tendido sobre un charco de sangre, coagulado, con el cuerpo tan torcido como un trapo recién exprimido. Los dos hombres lo levantaron y, como pudieron, regresaron al vehículo de torque. Juan respiraba deficiente y, sin poder verlos, dibujó un rostro de agradecimiento. Lo subieron al vehículo de torque y, cuando iban de regreso al terraplén, en medio de expresiones llenas de locura, repetía insistente:

“El hombrecillo, el hombrecillo, me atacó un hombrecillo, era verde, tenía dientes largos y uñas de un demonio.”

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