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Durango1 de junio de 2025
Culturadomingo, 30 de marzo de 2025

El médico

El médico anónimo se siente atrapado entre su profesión y sus oscuros deseos, buscando la emoción en las entrañas de sus pacientes

El médico
Los relatos de médicos son escalofriantes, pues siempre he creído que en esa profesión hay una sublimación que va más allá del deseo de la sanación / Foto: Alberto Serrato
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Alberto Serrato

Los relatos de médicos son escalofriantes, pues siempre he creído que en esa profesión hay una sublimación que va más allá del deseo de la sanación y en ella se yuxtapone el gusto enfermo de ver sangre, de abrir cráneos, de esculcar estómagos y de manipular órganos humanos con el pretexto de encontrar la salud de los enfermos. Espero equivocarme, pues bien dicen que como vives, juzgas, y yo sublimo mis más horribles miedos en el género del terror.

El doctor de apellido desconocido se encontraba en casa mirando la televisión, después de un largo día de trabajo. Estaba cansado de dar citas, de brindar recetas, de hablar, de caminar de su consultorio a los pasillos, de escuchar los bips bips de los aparatos, de atender solicitudes de las enfermeras, de escuchar lamentos, de ver gente llorar, pero no de ver sangre. A él le encantaba eso de abrir los vientres como si estuviera abriendo bolsas de botana y meter la mano para ver qué demonios se encontraba en medio de los órganos calientes y pulsantes de sus pacientes. Era un gusto muy íntimo y oculto detrás de los estatutos de su profesión.

Eran las 11:40 de la noche, él estaba viendo una película Gore que se había descargado en días pasados en una plataforma de malos orígenes. El televisor estaba conectado al ordenador, proyectaba los tonos azules a toda la habitación y, en cada cambio a escenas sangrientas de la nueva película, su rostro fascinado se veía bañado de un destello rojizo y sombras largas se dibujaban detrás de él. Había comprado una porción de alitas en Wings Time y hubiesen sido dos, si su madre no fuese un vegetal desde el año 2024, después de la embolia que le ocasionó parálisis cerebral. Se comió nueve de diez alas, los vegetales los hizo a un lado, junto con el aderezo ranchero, la décima ala se le antojó raquítica y parecida a una pata de rata, lanzó una arcada en modo sarcástico y se paró al baño a orinar.

El médico sin apellido prendió la luz del baño, sintió repulsión al ver que era el mismo baño de los años sesenta cuando era un niño y no fue por la vejez del baño, sino por el hecho de vivir aún en casa de su madre. Ese fue el motivo de la repulsión y una sensación de fracaso en su vida que dejó pasar como una idea vaga y fundida en la indiferencia.

El doctor sin nombre tenía hambre, quería seguir comiendo algo más carnoso que esas mierdas de alitas y tenía ganas de otra cosa: seguir viendo películas sangrientas. Terminó de lanzar el último chorro de orina y esperó a que salieran unas cuantas gotas más, pensó en sus casi 50 años y en los problemas de la próstata, y esa sensación de fracaso volvió como un boomerang después de haber sido lanzado en un gran campo solitario: –¡Maldita sea!, ¡soy un viejo y vivo con mi mamá!, aunque ese no es el problema, porque ella es un vegetal y yo la cuido–, el hecho no era vivir con ella, sino que en él, casi medio siglo de vida en este plano, no había logrado un patrimonio digno de un médico, porque todo se lo gastaba en apuestas de corridas de toros y de peleas de gallos, porque ver sangre animal era su segunda pasión.

Fingió no darle tanta importancia a la ráfaga de autorreproches, se sacudió la manguera y la guardó debajo de su pantalón. Salió del baño, apagó la luz y se dispuso a ir a la sala donde tenía su teléfono y ver qué se ordenaba en Didi.

Todos los negocios en la plataforma aparecían cerrados, probó en Uber Eats y todo era la misma mierda: “CERRADO”. Casi podía ver a los dueños rascándose la panza después de un día de trabajo y burlándose del médico ante su fracaso de cenarse algo rico esa noche, pero ya vendría su venganza cuando la enfermedad les tocara la puerta en el mundo real.

El médico sin apellido sintió algo parecido al enojo, vio la última ala en el plato, estaba ahí, raquítica, a un lado de los vegetales cada vez más escuálidos y sintió coraje. Caminó al refrigerador, lo abrió y solo había alimento intravenoso y medicamentos necesarios para su madre. ¡Maldita sea!, ¡maldita vieja!, gritó. Quizá la madre escuchó, pero ella nada podía hacer, quizá los vecinos escucharon también, pero aunque pudieran hacer algo, la indiferencia era primero. Cerró de un golpe el refrigerador y abrió una gaveta donde solía haber galletas. Al jalar la puertecilla color beige, una araña apareció colgando de una baba sedosa. Con el dedo índice la tomó y la llevó al piso para aplastarla.

No se sintió satisfecho, pues al pisarla no hubo sangre, solo un líquido amarillento. Miró de nuevo a la gaveta, solo había pasta y fideos de paquete, ¿y quién carajos querría una sopa de fideos en fin de semana? ¡Maldita sea!, ¡maldita vieja! Volvió a gritar. Pensó en salir por una hamburguesa, pero no era digno para un hombre de su talla salir a comprar algo a un puesto callejero. Esa idea le golpeó más la esfera de enojo que se formaba como un feto dentro de su pecho. Sentía que latía, sentía que tenía vida propia, y aunque el enojo solo era una emoción, pudo sentir a un ser dentro de su cuerpo. La cereza del pastel se puso por sí sola, cuando se sentó frente al televisor y la película gore que había descargado ya había llegado a su fin.

¡Maldita sea!, ¡maldita vieja! Pobre mujer, seguro estaba retorciéndose en lo más hondo de sus capacidades cognitivas deficientes al escuchar todas las ofensas lanzadas por su hijo, pero eso no era importante, al fin y al cabo la mujer era casi un vegetal.

El médico zutano tuvo un acceso de ira repentino, aventó el control del televisor contra un payaso de porcelana que posaba burlesco sobre una mesa. Vio en cámara lenta cómo el control volaba por los aires y también cómo la figura transformaba una mueca burlesca de circo en una de pánico. Cuando vio el impacto y que el payaso se partió en pedazos, el feto de odio en su vientre estaba a punto de salir al mundo, porque juntos comerían otra cosa que no fueran esas malditas alitas adobadas que de pollo tenían lo mismo que él de buena persona. Carcajeó cuando vio al payaso partido en miles de astillas filosas y se lamentó de no ver alguna mancha de sangre a su alrededor, pero eso se arreglaría cuando se paró y caminó hasta la cocina, abrió la puerta del patio trasero y tomó la motosierra de su difunto padre. La cadena de la sierra se veía más opaca que un polvorón y la piola de acción se antojaba casi imposible de jalar para echarla a andar.

Abrió el depósito y no tenía combustible, pero a un metro de distancia, debajo de un tejaban, había un bidón lleno de gasolina. Lo había llevado para alimentar una planta de luz que sus trabajadores utilizarían para levantar un domo en un terreno contiguo que era propiedad también de su madre. Vertió la gasolina en el depósito de la sierra e intentó echarla a andar. Jaló la piola y sintió poco efecto de combustión, lo hizo dos veces más y, después de un gruñido y de una nube de humo negro, la motosierra se accionó con un traqueteo constante. El honorable médico entró a la casa con la motosierra, no le preocupó el ruido e incomodidad para su madre, al fin y al cabo, ella era casi un vegetal. Caminó de la sala a la cocina más de cuatro veces, aceleraba el motor y por un momento sintió ser el protagonista de una película de terror. Luego se quedó parado en la sala y se enfiló al cuarto de su madre.

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En el primer corte vio que su madre abrió los ojos tan grandes como en sus años más lúcidos y, de haber podido al verlo entrar, la mujer hubiese corrido a pedir auxilio. En el segundo corte la escuchó gritar como un bebé despavorido, en el tercero solo vio una mueca desencajada y sin vida. En el cuarto y quinto todo se volvió de su color favorito: rojo sangre.

El médico anónimo cortó a su madre en pedazos, colocó los dos brazos sobre la cama, las piernas sobre la alfombra, el tórax encima de la cama y la cabeza la llevó a la cocina. Pensó alegre, por fin, que refrigerando los pedazos de cadáver tendría comida deliciosa para unos cuantos fines de semana más, sin saber que pronto pasaría el resto de sus noches en uno de los penales del estado de Durango.

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