Del estante | Lo loco de “El Loco de Dios”
El escritor español Javier Cercas publica “El loco de Dios en el fin del mundo”, sobre el viaje a Mongolia al que acompañó al Papa Francisco
José Luis Sabau
Estos últimos días, he pensado mucho en el Papa Francisco. Ese que, hasta sus últimos años, llamaban Jorge Mario Bergoglio, andaba por los autobuses de Buenos Aires y llegaba, siempre, a la periferia para escuchar los problemas de los necesitados. De él, sí. De Bergoglio. Del que conoció a Borges en sus primeros años de religioso y tuvo que liderar a la iglesia durante la dictadura argentina. Lo pienso con una fascinación que, confieso, me es difícil de explicar ante mis tribulaciones personales con la fe y dudas generalizadas con la estructura organizada de toda iglesia. Lo pienso mucho y frecuentemente.
Aún así, aún con años de animosidad y críticas severas, no he parado de leer del difunto pontífice. La culpa, en gran parte, es de Javier Cercas que, en una precisión escalofriante, sacó un libro imparable del Pontífice a unos días escasos de su muerte, “El loco de Dios en el fin del mundo” (Penguin Random House 2025); mismo que ahora reseño con la mayor de las recomendaciones.
De Cercas basta con decir lo mismo que acostumbra la crítica. Que es el mejor autor de España vivo—tal vez de todo el español—; que tiene un apetito por los momentos históricos; y, sin duda, que es inevitablemente humano.
Javier Cercas, el escritor al que el Papa dio acceso libre al Vaticano
El autor español acompañó a Francisco a un viaje a Mongolia, el resultdo es el libro El loco de Dios en el fin del mundoLa trama es sencilla. A Cercas, por motivos que ni él entiende, se le acerca el Vaticano para hacer un libro único en su tipo. Una historia sobre el viaje de Francisco a Mongolia —mismo que nadie en la prensa entiende del todo y, en su momento, se vio como una forma controvertida de acercarse a China—. Decide escribirlo pero, en lugar de una crónica de los andares mongoles o una biografía de Francisco, se inventa un ensayo autobiográfico que, en general, se enfoca en dos preguntas, aún si no las pone claras: ¿Por qué, el Papa, tiene interés en la periferia? Y, esto es tanto más importante, ¿por qué carajos nos importa?
Eso último, predeciblemente, es lo que más me llama y creo que a todo humano le importará. Es la misma pregunta que me he hecho desde la muerte de Francisco y el motivo por el cual, como los astros giran entre sí en un lento descenso hasta el colapso, yo giré, desenfrenado, por las páginas de Cercas en busca de explicaciones, o un colapso cataclíismico que me permita, de una vez, dejar el tema de Francisco.
A Cercas le pasa lo mismo que a mí; lo mismo que a tantos. Creció en un país católico, en una familia católica, entre gentes de la misma fe. Fue a colegios católicos y, por alguna lectura mal puesta, abandonó la religión. Se hizo su crítico y se formó en años donde la iglesia pactaba con la dictadura de Franco mientras, a su vez, escondía los escándalos de pederastia. Vio cómo la iglesia seguía su sendero y se hizo una vida fuera de ella hasta que, de la nada, surge un argentino vestido de blanco, con una cruz plateada en lugar de dorado, en los balcones del Vaticano, como el nuevo Papa.
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Surge entre sorpresas. El primer Papa latinoamericano (primer hincha del San Lorenzo y, probablemente, el único) que desde el primer momento bromeó de cómo sus hermanos cardenales tuvieron que ir hasta “el fin del mundo” para encontrarlo. Primer Papa jesuita, con ese interés por la caridad y la educación que caracteriza a la vertiente. Y el primero llamado Francisco, como el santo de Asís que dejó los lujos para ayudar a los pobres.
Un hombre que rompía con todas las normas de la iglesia. Que dio más entrevistas que cualquier otro Papa y, en ellas, habló al mundo con aires de reforma, aun si no logró empujar a la iglesia a un cambio verdadero. No olvidaremos su respuesta ante la pregunta de la homosexualidad —“¿Quién soy yo para juzgar?”—, o sus reuniones con personas trans. Tampoco su emotivo diálogo con un chico que quería saber si su padre, ateo, entraría al cielo. Ni, mucho menos, sus contrastantes comentarios políticos, desde besarles los pies a los líderes guerreros de Sudán del Sur, hasta su lucha por un fin al conflicto en Palestina.
Así, de repente, la iglesia pasó de ser un monolito reticente al cambio al epicentro de discusiones controvertidas. Un loco cambió su enfoque de los ricos a los pobres; de los católicos ortodoxos a esos que vivían en el margen. De Europa y los Estados Unidos a la periferia mundial, viajando a los rincones más remotos, desde el corazón de América Latina en Bolivia hasta el de África en la República Centroafricana. Y, claro, a Mongolia, donde había tan sólo un puñado de católicos y encargaron a Cercas hacer su crónica que no es crónica de un viaje católico a un país que no lo es.
Un loco de Dios, como le decían a San Francisco de Asís que hacía, por unos años que hoy se sienten muy breves, que esa iglesia de oscuridades e imágenes barrocas, se sintiera cálida y de puertas abiertas. Que los periódicos tuvieran que escuchar, atentos, sus comentarios por si, entre el discurso religioso, insertaba un llamado a la libertad en Asia o al fin de la hambruna en África.
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Fue, en resumidas cuentas, un pontífice que logró cautivar al mundo y, entre decenas de frases, sacaba sonrisas a sus lectores en el margen del catolicismo, quizá a expensas de esos bien firmes en su centro. Uno que entendió el futuro no en las bases, sino en las periferias que podrían encontrar a Dios. Y que, sobre todo, comprendió el imperativo de reforma aun si, en vida, no logró tanto como se quiso.
Se fue Francisco, el loco de Dios. Pero lo loco, en verdad, es la fascinación que nos dejó y que yo, que nunca he sido religioso, no pude dejar a un lado el libro de Cercas y ya lo he recomendado, hasta el cansancio, a mis amigos. Ese es su mérito. Hacer interesante y esperanzadora una iglesia que se daba por muerta y corrupta. Y hacerlo de tal forma que todos, intrigados, queremos leer de su vida.