/ martes 4 de agosto de 2020

“Biblioteca de la periferia”

Juan Carlos Quirarte Méndez

Salesiano, sacerdote. Doctor en Antropología Social

“El consumo de la violencia como espectáculo”

La actitud de generalizar suele ser peligrosa, pues con esa tendencia se llegan a asumir muchas situaciones como universales, indistintas, uniformes. Y nuestra realidad, que es tan diversa deja cabida a tantísimas realidades que no pueden entrar en una categorización universalista, de generalización, sino que más bien nos colocan en la pluralidad de enfoques y en el empeño decisivo de buscar empatizar, comprender, respetar, disentir y dialogar con otras perspectivas ante acontecimientos compartidos.

Y en debates contemporáneos sobre ciertos tópicos, se han polarizado algunas opiniones que nos hacen precisamente reconocer que se instala el predominio de la generalización y -peligrosamente- se llega a asumir como verdades situaciones que no son así. En esta ocasión quisiera representarlo con la posición ante el tema de las violencias entre los propios grupos humanos donde, por distintas herramientas, se nos ha permitido la propagación de su visibilidad con la imagen.

Un enfoque muy instalado puede señalar que en un mundo donde no sólo se ha saturado sino “ultrasaturado” de imágenes, las personas mismas anhelan convertirse en imágenes (entiéndase celebridades). La realidad se ha evaporado, sólo quedan representaciones y éstas son a través de los medios de comunicación. Esa es una idea muy extendida que se convierte en un análisis demasiado influyente en la sociedad, señalando que vivimos en una “sociedad del espectáculo” donde la violencia es una de sus musas para representarla y consumirla insaciablemente.

Pero esta es una perspectiva (enfoque) desde el ángulo del privilegiado. Es la de aquel que puede mirar las violencias a través de un monitor o la televisión, en una galería de exhibición o diversos medios gráficos. Esta afirmación de que la realidad se está convirtiendo en un espectáculo es una miopía muy peligrosa, pues convierte en universales los hábitos visuales de una población reducida -instruida- instalada en regiones privilegiadas, donde las noticias se convierten en entretenimiento. Cuando un sector reducido instala su perspectiva como un universal corre el riesgo de insinuar -de modo perverso- que en el mundo no hay sufrimiento real (sino mera representación) y que el individuo puede gozar del dudoso privilegio de ser espectador o de negarse a serlo (puede ampliarse estos contenidos en la obra de Susan Sontag: Ante el dolor de los demás).

Esta manera de ser adepto a la proximidad sin riesgos, evidencia en quien consume la violencia como espectáculo, una posible inmadurez moral o psicológica, que se manifiesta en la continua sorpresa (desilusión e incredulidad) por la depravación representada en lo que unos seres humanos son capaces de infligir a otros.

De ahí que, si percibimos el otro enfoque, aquel de quien “está siendo representado en las múltiples plataformas de la imagen” porque es quien está padeciendo (o ejerciendo) la violencia, nos podremos dar cuenta que es una realidad totalmente diferente. No es el espectador que admira y se afecta en cierta forma por lo que observa, sino que es el contenido mismo de lo acontecido, y estoy más que cierto que no lo siente como un espectáculo sino como como un drama mismo de la vida, donde su intención misma no es comunicar sino la de querer liberarse de dicha condición.

A quienes forman parte del grupo no-privilegiado que entiende no ser una representación sino la realidad misma, encarnada en su situación sufrida, la visibilidad no es suficiente, sino incluso hasta motivo de hartazgo por formar parte de un bloque estigmatizado y revictimizado cuya historia de vida es producto de consumo para otros o, si muere, pasa a ser parte del menú de necrofagia comercial. La historia concreta de quien está padeciendo violencia es única, porque sólo él la siente, no es una cifra o estadística más -pasando al lado universalista- sino que es evento único, irrepetible… es intolerable ver los sufrimientos propios empatados a los de cualquier otro.

La primera perspectiva se instala en una posición periférica, mientras la segunda está en el centro mismo de la situación. Y esta segunda óptica muestra indudablemente que la violencia es una realidad, no una mera representación. Es una condición que amerita cambio, no la mera aprobación o repulsión.

La normalización de las violencias por la ultrasaturación de su representación, como es el caso de las violencias ligadas al narcotráfico en nuestro México, hace pensar luego de este análisis si nos hemos cansado de tanta representatividad de las violencias en distintos medios o si, por el contrario, estamos comprometidos a buscar contener y cambiar esta realidad que genera tan diversas reacciones en una misma sociedad. Y en el caso de quienes directamente ha padecido las violencias suscitadas por esta realidad delictiva ciertamente su apropiación da un sentido diverso al del mero entretenimiento. No hay aquí conclusiones únicas ni mucho menos generalizadas, pero bien puede suscitar un pensamiento desde el cual se pueda percibir hasta dónde llega la propia responsabilidad en condiciones compartidas en una humanidad tan poco equilibrada en sus oportunidades ante una misma vida.


Juan Carlos Quirarte Méndez

Salesiano, sacerdote. Doctor en Antropología Social

“El consumo de la violencia como espectáculo”

La actitud de generalizar suele ser peligrosa, pues con esa tendencia se llegan a asumir muchas situaciones como universales, indistintas, uniformes. Y nuestra realidad, que es tan diversa deja cabida a tantísimas realidades que no pueden entrar en una categorización universalista, de generalización, sino que más bien nos colocan en la pluralidad de enfoques y en el empeño decisivo de buscar empatizar, comprender, respetar, disentir y dialogar con otras perspectivas ante acontecimientos compartidos.

Y en debates contemporáneos sobre ciertos tópicos, se han polarizado algunas opiniones que nos hacen precisamente reconocer que se instala el predominio de la generalización y -peligrosamente- se llega a asumir como verdades situaciones que no son así. En esta ocasión quisiera representarlo con la posición ante el tema de las violencias entre los propios grupos humanos donde, por distintas herramientas, se nos ha permitido la propagación de su visibilidad con la imagen.

Un enfoque muy instalado puede señalar que en un mundo donde no sólo se ha saturado sino “ultrasaturado” de imágenes, las personas mismas anhelan convertirse en imágenes (entiéndase celebridades). La realidad se ha evaporado, sólo quedan representaciones y éstas son a través de los medios de comunicación. Esa es una idea muy extendida que se convierte en un análisis demasiado influyente en la sociedad, señalando que vivimos en una “sociedad del espectáculo” donde la violencia es una de sus musas para representarla y consumirla insaciablemente.

Pero esta es una perspectiva (enfoque) desde el ángulo del privilegiado. Es la de aquel que puede mirar las violencias a través de un monitor o la televisión, en una galería de exhibición o diversos medios gráficos. Esta afirmación de que la realidad se está convirtiendo en un espectáculo es una miopía muy peligrosa, pues convierte en universales los hábitos visuales de una población reducida -instruida- instalada en regiones privilegiadas, donde las noticias se convierten en entretenimiento. Cuando un sector reducido instala su perspectiva como un universal corre el riesgo de insinuar -de modo perverso- que en el mundo no hay sufrimiento real (sino mera representación) y que el individuo puede gozar del dudoso privilegio de ser espectador o de negarse a serlo (puede ampliarse estos contenidos en la obra de Susan Sontag: Ante el dolor de los demás).

Esta manera de ser adepto a la proximidad sin riesgos, evidencia en quien consume la violencia como espectáculo, una posible inmadurez moral o psicológica, que se manifiesta en la continua sorpresa (desilusión e incredulidad) por la depravación representada en lo que unos seres humanos son capaces de infligir a otros.

De ahí que, si percibimos el otro enfoque, aquel de quien “está siendo representado en las múltiples plataformas de la imagen” porque es quien está padeciendo (o ejerciendo) la violencia, nos podremos dar cuenta que es una realidad totalmente diferente. No es el espectador que admira y se afecta en cierta forma por lo que observa, sino que es el contenido mismo de lo acontecido, y estoy más que cierto que no lo siente como un espectáculo sino como como un drama mismo de la vida, donde su intención misma no es comunicar sino la de querer liberarse de dicha condición.

A quienes forman parte del grupo no-privilegiado que entiende no ser una representación sino la realidad misma, encarnada en su situación sufrida, la visibilidad no es suficiente, sino incluso hasta motivo de hartazgo por formar parte de un bloque estigmatizado y revictimizado cuya historia de vida es producto de consumo para otros o, si muere, pasa a ser parte del menú de necrofagia comercial. La historia concreta de quien está padeciendo violencia es única, porque sólo él la siente, no es una cifra o estadística más -pasando al lado universalista- sino que es evento único, irrepetible… es intolerable ver los sufrimientos propios empatados a los de cualquier otro.

La primera perspectiva se instala en una posición periférica, mientras la segunda está en el centro mismo de la situación. Y esta segunda óptica muestra indudablemente que la violencia es una realidad, no una mera representación. Es una condición que amerita cambio, no la mera aprobación o repulsión.

La normalización de las violencias por la ultrasaturación de su representación, como es el caso de las violencias ligadas al narcotráfico en nuestro México, hace pensar luego de este análisis si nos hemos cansado de tanta representatividad de las violencias en distintos medios o si, por el contrario, estamos comprometidos a buscar contener y cambiar esta realidad que genera tan diversas reacciones en una misma sociedad. Y en el caso de quienes directamente ha padecido las violencias suscitadas por esta realidad delictiva ciertamente su apropiación da un sentido diverso al del mero entretenimiento. No hay aquí conclusiones únicas ni mucho menos generalizadas, pero bien puede suscitar un pensamiento desde el cual se pueda percibir hasta dónde llega la propia responsabilidad en condiciones compartidas en una humanidad tan poco equilibrada en sus oportunidades ante una misma vida.